vestirse.

Los hombres están acostumbrados a proveer, prever, hacer planes de futuro, pelear por un espacio en el mundo laboral.
Detenerse es perder el tren, es dar ventaja. Es la supervivencia del más apto, del que menos puntos vulnerables tiene.
Así construyen poco a poco su coraza. A fuerza de aguzar los ojos mirando hacia el futuro, dejan de ver lo que sucede aquí y ahora, a su alrededor. Han perdido la capacidad para ver lo que hay cerca y la coraza no les permite sentir.
No importa, comprueban que así van más rápido, escalan más alto.
No es pura negligencia, les vienen enseñando esto desde pequeños, que es lo buscado y lo premiado.
Las mujeres suelen ser cómplices,disfrutando de la protección que da la poderosa armadura, pero tarde o temprano se dan cuenta de que no pueden llegar hasta él, no soportan sus abrazos ni el calor de su cuerpo.
Ellos están mal preparados para detectar estas señales; a fuerza de no ver, de no sentir, les parece que está todo bien.

Un día, descubren que, para lo que más les importa, la armadura es un artefacto inservible. Quienes les brindaban gestos de complacencia, ahora los miran con sorna o acusatoriamente. Entre esas miradas están ahora las de ellos mismos. La vivencia de la destrucción es inevitable.
El dolor es inmenso.
Cuando el hombre se encuentra en esta situación, el culpable más cercano que tiene es él mismo. Y le sobrarán razones y pruebas para reprocharse a lo largo de una vida el derrumbe de su pareja.
Están tentados a vestir nuevamente la armadura.

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