
Tengo los billetes.
Y eso, eso será lo primero que vea al llegar.
Aeropuerto de Tegel.
Es una llamada de atención que no podemos ignorar. Cada día, me llegan noticias desgarradoras de los equipos de las Naciones Unidas sobre el terreno. Refugiados somalíes, cuyas reses y cabras mueren de sed, caminan durante semanas para conseguir ayuda en Kenya y Etiopía. Huérfanos que llegan solos, tras morir sus padres, aterrorizados y malnutridos, a una tierra extraña.
De Somalia nos llegan trágicas historias de familias que han visto morir a sus hijos uno a uno. Hace poco, una mujer llegó a un campamento de desplazados de las Naciones Unidas situado 140 kilómetros al sur de Mogadiscio después de caminar durante tres semanas. Halima Omar: "No hay nada peor en el mundo que ver morir a tus hijos porque no puedes alimentarlos”, asegura al referirse a su terrible experiencia. “Estoy perdiendo la esperanza”.
Incluso para los que consiguen llegar a los campamentos, muchas veces no hay esperanza. Muchos están sencillamente demasiado débiles tras el largo camino que han tenido que recorrer por tierras áridas y fallecen antes de que se les pueda atender para que se repongan. A menudo, no hay medicamentos para tratar a quienes necesitan atención médica. Imaginen el dolor de los médicos que ven morir a sus pacientes por falta de recursos.
Como parte de la familia humana, estas historias nos conmocionan. Nos preguntamos: ¿cómo puede estar pasando otra vez? Al fin y al cabo, en el mundo hay comida suficiente. No cabe duda de que la situación económica es dura, pero desde tiempos inmemoriales, incluso en los momentos de mayor austeridad, el impulso compasivo de ayudar a nuestros semejantes nunca ha flaqueado.
Por eso me dirijo hoy a ustedes, para llamar la atención mundial sobre esta crisis, para dar la voz de alarma y rogar a todos los pueblos del mundo que ayuden a Somalia en este momento de extrema necesidad. Para salvar las vidas de las personas en situación de riesgo —la gran mayoría de las cuales son mujeres y niños—, necesitamos unos 1.600 millones de dólares en ayuda. Hasta el momento, los donantes internacionales han aportado solo la mitad de esa cantidad. Para invertir la situación y ofrecer esperanza en nombre de nuestra común humanidad, debemos movilizarnos en todo el mundo.
Todos hemos de actuar. Hago un llamamiento a todas las naciones —tanto las que financian nuestra labor año tras año como las que tradicionalmente no aportan fondos a través del sistema multinacional— para que hagan frente a este problema. El 25 de julio, en Roma, los organismos de las Naciones Unidas se reunirán para coordinar nuestra respuesta de emergencia y recaudar fondos para poder prestar asistencia inmediata.
Entretanto, todos y cada uno de nosotros, como ciudadanos, hemos de preguntarnos cómo podemos ayudar. Puede ser mediante donativos particulares, como en anteriores emergencias humanitarias, como el tsunami de Indonesia o el terremoto de Haití, o presionando a nuestros representantes elegidos para que respondan de manera más decidida. Incluso en el mejor de los casos, tal vez nuestra respuesta no sea suficiente. Es muy posible que no podamos atender todas las necesidades.
La situación en Somalia es particularmente difícil. El incesante conflicto dificulta las labores de socorro. En un plano más general, la abrupta subida de los precios de los alimentos afecta sobremanera a los presupuestos de los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales. Otro factor que complica las condiciones en que se trabaja es el hecho de que el Gobierno Nacional de Transición de Somalia solo controla una parte de la capital, Mogadiscio. Estamos tratando de llegar a un acuerdo con las fuerzas de la milicia islamista Al Shabaab para obtener acceso a zonas del país que están bajo su control. Aun así, la seguridad sigue suscitando graves preocupaciones.
Debemos reconocer además que Kenya y Etiopía, que generosamente han mantenido sus fronteras abiertas, se enfrentan también, por su parte, a enormes problemas. El mayor campamento de refugiados del mundo, Dadaab, está peligrosamente superpoblado desde hace tiempo, con unos 380.000 refugiados. Y miles de refugiados más están a la espera de ser registrados. En la vecina Etiopía, 2.000 personas llegan cada día al campamento de refugiados de Dolo, donde también es difícil atender a todos. Esta situación se suma a la crisis alimentaria a que se enfrentan casi 7 millones de kenianos y etíopes en sus países. En Djibouti y Eritrea, hay decenas de miles de personas necesitadas —y potencialmente muchas más.
Aunque respondamos a esta crisis inmediata, hemos de encontrar la forma de subsanar las causas de fondo. La sequía actual tal vez sea la peor en décadas, pero, dado que los efectos del cambio climático se notan cada vez más en todo el mundo, muy posiblemente no sea la última. Así pues, hay que tomar medidas prácticas: semillas resistentes a la sequía, sistemas de irrigación, infraestructuras rurales y programas de ganadería.
Estos proyectos pueden funcionar. En los últimos diez años, han ayudado a aumentar la producción agrícola en Etiopía en un 8% al año. También se han introducido mejoras en nuestros sistemas de alerta temprana. Supimos que se avecinaba la sequía y empezamos a avisar de ello en noviembre. De cara al futuro, debemos asegurarnos de que los avisos se atiendan a tiempo.
Ante todo, necesitamos la paz. Mientras siga habiendo conflictos en Somalia, no podremos luchar eficazmente contra la hambruna. Más y más niños pasarán hambre; más y más personas morirán innecesariamente. Y este ciclo de inseguridad se está desbocando peligrosamente.
En Somalia, Halima Omar nos dijo: «Tal vez sea nuestro destino … O tal vez ocurra un milagro y nos salvemos de esta pesadilla».
A los que se quedaron dormidos en el nunca
A los que se quedaron dormidos en el nunca,
a los que sueñan sus verdades y se las niegan,
a los que tienen mucho miedo
y lloran por cualquier cosa
y se ocultan la cara de vergüenza.
A los tímidos,
a los solos, a los raros,
a los que dudan y dudan
y les llaman inmaduros, débiles.
A los que duermen en la fría cama del psiquiátrico,
a las madres que cogen la mano de su hijo ingresado.
Os digo: que no nos vendan verdades, que la verdad no existe.
La Verdad y la Razón son creaciones del ser humano,
para doler, para medir.
Hay que luchar contra el silencio y la ignorancia,
no somos enfermos.
¿Quién tiene la verdad absoluta, la realidad absoluta?
¡Que la muestre, que la enseñe si puede!
¡Es mentira, mentira, no existe!
A los que llevan cicatrices por haberse rajado las venas,
a los que consiguieron no rajárselas.
A los que están paralizados de angustia,
paralizados para ser, amar, soñar.
A los que llaman vagos, idiotas, locos, débiles.
No escuchéis la voz de los que viven sólo para tener.
A los que por ansiedad fuman dos paquetes diarios.
A los que no son sociables, ni aptos, ni lúcidos,
ni extrovertidos, ni empáticos, ni asertivos, ni normales.
A los que nunca superarán un test psicotécnico,
a los que llevan medicación en el bolso y el monedero vacío,
a los que están atados ahora a una cama y no nos oyen.
A los psiquiatras que abrazan a sus pacientes
y pidieron alguna vez consejo al que llamaron esquizofrénico.
A los que tenemos certificado de disminución
y leemos a Lorca y a Nietzsche y lo que haga falta.
A los que no soportaron el túnel y se fueron para siempre,
a los que atravesamos cada día el túnel
agarrados aunque sea a las paredes negras.
A todos los que saben o quieren escucharnos
y no se fían sólo de los manuales, libros, tesis,
estudios y estadísticas.
A los psicólogos que dan besos.
A los que ya hemos transitado por el infierno y el cielo
y no queremos volver más allí.
Y sobre todo,
a todas esas pupilas dilatadas de tanta química
que miran aturdidas y absortas
pero tienen la luz más hermosa.
A todos os digo:
«No existe la locura sino gente que sueña despierta».