Puesto que no me había fijado una meta ni tampoco era mi intención detenerme un día, buscar paz, ni celebrar el hallazgo de un paraíso terrenal, todo aquello me decía poco.
Era como aproximarse a un horizonte largamente contemplado.
¡Para qué saber su nombre! Una vez en el camino, olvidamos toda ansia de saber, no conocemos despedida alguna ni remordimiento alguno, no nos preguntamos de dónde venimos ni hacia dónde vamos.
Cada día se hace más imposible dar marcha atrás, tampoco es ya esa la intención. Las ropas se rasgan atestiguando que hemos ido demasiado lejos, que parecemos pordioseros en esta tierra ajena.
¿Estamos ávidos de amparo y acaso tememos vivir vanamente? ¿Queremos quizá enmendar algo, hacer lo que un día no hicimos?
Ninguno de nosotros sabe de qué vive, ¿cómo podríamos pues dejar de hacer algo y arrepentirnos de no haberlo hecho?
El viaje no nos exige decisiones y no somete nuestra conciencia a ninguna elección que nos haga sentir culpables, arrepentidos, humillados u obstinados, hasta que perdemos toda confianza en la Justicia y llegamos a pensar que es nuestro sino vivir un laberinto, una amarga prueba.
Emprender la marcha es la liberación ¡oh, única libertad que nos queda!, y solo requiere un iquebrantable valor, renovado cada día....
No hay comentarios:
Publicar un comentario