Con un aire casi invisible, busca la llave. Suspira, aire con olor a fresco y fresa.
Abre la puerta después de forzar un poco la puerta y de desear que se haga la luz, pero tiene que buscar el interruptor.

Con esa delicadeza casi de seda, deja las bolsas en el suelo y cierra la puerta tras de sí.
El aire que ha hecho la puerta al cerrarse le ha revuelto el pelo.
Se ve despeinada en el espejo, fija sus ojos en ese espejo que la ve de un modo invisible.
Sin dejar esa mirada casi vaga coloca el abrigo en el perchero, colores suaves...

Baja la vista, se gira y entra en la casa.
Pasa por el espejo, como si no estuviese reflejando ese gesto casi sagrado, ese suave contacto con su espacio real.
Deja tras de sí el rastro de colonia, frescura y fresa.

Se quita el pantalón despacio mientras ve los reflejos de la noche que entran por la ventana.
Lo tira sobre el sofá.
Se abalanza sobre la cama y se deja caer despacio como en una nube
Suspira. Tiene hambre.











Espera.
Y así, con el frío apoderándose de las piernas, se queda boca abajo.
Acaricia la pierna derecha despacio, sintiendo la piel de gallina.
Con la mano dibuja círculos deformes.
Sube algo mas hasta llegar al borde de sus bragas y sentir ese contraste entre piel y tela.
Le encanta acariciar esa curva en que la pierna de ser pierna y pasa a ser espalda.
Hunde su cara entre los cojines y piensa en los colores.













Sigue esperando.
Cierra los ojos.








Ahora sube la camiseta y acaricia el final de su espalda.
Tiene la piel fría.













Nunca vuelve a verse en el espejo.

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